Las rejas de la puerta N.° 4 se abrieron y el vehículo de la Beneficencia de Lima ingresó inmediatamente. Las antorchas amarillas y las velas, en el suelo, creaban un ambiente de misterio. Un hombre amable, de no más 150 centímetros de estatura y de contextura delgada, guió nuestros pasos: era el historiador José Bocanegra, trabajador de la Beneficencia de Lima.
Cada vez era más difícil ver el camino. Las linternas de mano se usaban, de rato en rato, para evitar las caídas, debido al terreno pedregoso, muy parecido a las calles de la Lima antigua.
En el viaje a través de las imaginarias hojas de la historia, Matías Presbítero Maestro- el clérigo que llegó al Perú, a fines del s. XVIII, para dedicarse al comercio- tomó el lugar del joven historiador, adoptando el castellano actual, y después de contar que nació en Vitoria (Viscaya) en 1776, empezó a presentarnos a cada uno de los personajes invitados a la celebración llamada Lima de Antaño, en homenaje a los 471 años de la Ciudad de los Reyes.
José Antonio Lavalle Arias de Saavedra- personaje que inspiró a Chabuca Granda para escribir José Antonio- fue el primero en presentarse. Había nacido en 1833 y era descendiente de una noble familia limeña. Llegó a ser canciller del Perú y tuvo la misión de ir a Chile para evitar que la guerra estallara. No fue bien tratado en tierras mapochas.
José Antonio, quien firmaba con el seudónimo de El Licenciado Perpetuo Antañón, escribió el libro Tradiciones limeñas. Añoraba una época que ya no existía, el caos y los golpes de Estado habían acabado con esos tiempos.
Mientras caminábamos al encuentro de Manuel Atanasio Fuentes, Presbítero Maestro comentaba que fue el virrey Abascal, quien le encomendó la construcción de un cementerio general. “Este lugar va a cumplir muy pronto 200 años. Se fundó en 1808. Fue el primer campo santo público y se construyó debido a que, a fines del siglo XVIII, las bóvedas estaban a punto de colapsar. Los cadáveres se convertían en el banquete de los perros, que después de excavar se llevaban los restos”, decía.
Las hermosas letras de un vals criollo permitieron a Matías Maestro tener un preámbulo para contar la historia de El Murciélago, del polifacético Manuel Atanasio Fuentes, quien fue abogado, periodista, miembro de la Corte Suprema de Justicia, estadista, autor y editor de libros.
Fuentes vivió hasta muy anciano. Sus litografías han servido para reconstruir sitios históricos. Gregorio Paz Soldán y Castilla fueron- reconoció El Murciélago- algunas de las víctimas de mis letrillas.
Mira, ésta es la avenida central, algunas la llaman la Avenida de La Muerte, decía el clérigo, mientras señalaba el lugar, que está detrás de la puerta N.° 4. El monumento que se encuentra al fondo y en el punto medio es el de Ramón Castilla. Estuvo enterrado, en este lugar, hasta 1924, luego lo llevaron al Panteón de los Próceres... Sigamos caminando.
Esta es la siguiente parada. Aquí está uno de los padres del teatro nacional: Felipe Pardo y Aliaga. Su nicho es el más fino del cementerio. El lugar donde descansa alude a lo que fue su vida y obra: la máscara griega representa el teatro y el sillón, sus últimos 25 años, los que vivió completamente paralítico y ciego.
Pardo, criticaba las costumbres de la época y sostenía que algunas debían desaparecer, tal es el caso de los baile limeños.
El clérigo, observaba a su alrededor, buscando el próximo nicho, mientras explicaba que Lima era, en su tiempo, una ciudad muy pequeña, amurallada. No excedía los límites de lo que ahora es por el sur, la avenida Grau; por el este, Barrios Altos; por el oeste, un tramo de la Av. Alfonso Ugarte y por el norte, el río. Pasando el río estaba el arrabal San Lázaro, lo que ahora es el Rímac. Para construir el cementerio se buscó un terreno fuera de la muralla, que era una chacra de pepinos.
A prácticamente 30 metros de distancia de Pardo se encuentra Manuel A. Segura. Su mayor preocupación fue- afirmaba el guía- rescatar las costumbres y tradiciones de Lima. No usó el lenguaje anquilosado en sus representaciones, sino un habla de uso cotidiano. Fue militar y llegó hasta el grado de mayor.
El siguiente invitado a esta noche de Lima de Antaño fue Ricardo Dávalos y Lizón, un escritor que murió a los 25 años. Era un abogado sin suerte- dijo el clérigo con un poco de tristeza-. Escribió Lima de Antaño, donde su tema principal eran los carnavales. Decía que en vez de echarse agua, debían regalarse pomitos de agua perfumada.
Durante 150 años, este cementerio tuvo el monopolio de los entierros. No existía El Ángel ni panteones privados. Todos llegaban a este lugar: ricos, pobres, literatos, políticos, historiadores, presidentes, ministros, bomberos, etc.
Siguiendo con el recorrido no quiso pasar de largo a Mariano J. Reyes y comentó que este personaje fue comandante de la corbeta América y que murió, junto con algunos de su tripulación, en el maremoto de Arica, después de brindar ayuda a la población damnificada por el terremoto.
A pesar de que Clorinda Matto esperaba ansiosa escuchar la guitarra y el cajón, Presbítero primero la presentó. Clorinda fue una mujer que no se amilanó ante los prejuicios de la época. Escribió algunas tradiciones sobre su lugar natal el Cuzco. Fue perseguida y sus obras quemadas a fines del s. XIX, pues, según se decía, iban en contra de la moral y las buenas costumbres.
Otro vecino de la Lima antigua fue el piurano Luis Antonio Eguiguren, quien llegó a ser alcalde de la ciudad, rector de la Decana de América y candidato a la presidencia en 1936. Desentrañó cada uno de los nombres de las calles limeñas: Siete Jeringas que quedaba a la espalda del Hospital San Andrés en Barrios Altos; Ya Parió, cercano al actual mercado Aurora; El Huevo, donde nació Micaela Villegas, Siete Pecados, en Amazonas, etc.
La morada de los héroes
Después de casi 40 minutos de caminar por la sección histórica del cementerio, llegamos a la Cripta de los héroes. Este lugar fue construido, en 1908, durante el gobierno de José Pardo y Barreda, con la finalidad de concentrar, en un sólo lugar, los restos de los combatientes de la Guerra del Pacífico, que se encontraban en los cementerios de Tacna, Arica, Junín o en fosas.
Originalmente sólo contaba con dos niveles, recién en 1980, se construyó el tercero. Cáceres presenció la ceremonia. Murió muy anciano, casi a los 90 años. Cuando falleció, en 1923, fue traído a descansar al lado de los demás combatientes. Actualmente, son 294 los restos identificados.
Hay osarios con restos de personajes anónimos que participaron en la batalla de Huamachuco, San Pablo, Tarapacá, Angamos u otras. Alrededor se encuentran nichos individuales con el nombre del combatiente, su grado y el hecho bélico en el cual participó.
Leoncio Prado, Pedro Ruíz Gallo- el gran inventor y actual patrono del Arma de Ingeniería, que murió construyendo torpedos para la defensa de la ciudad-, Melitón Carbajal, Alfonso Ugarte, Remigio Morales Bermúdez, Juan Guillermo More, comandante del buque Independencia, Lizardo Montero, que llegó a ser vicepresidente del Perú, y otros defensores de la nación están aquí- dijo Matías Maestro, señalando en diferentes direcciones-.
Ahora, hay nueve nichos vacíos que esperan la llegada de los restos de los otros héroes. En marzo del 2005, fueron encontrados, en el cementerio de Moquegua, los restos de un jefe de artillería en el combate de Arica.
Las únicas dos mujeres en la cripta son Antonia Moreno, esposa de Cáceres, y Leonor Ordóñez. A pesar de que el Ejército estaba integrado sólo por hombres, las mujeres tuvieron un papel importante desde las mal llamadas rabonas, hasta aquellas que pusieron de su parte para ayudar al ejército a terminar con la ocupación de la capital.
Cuando se produjo la invasión de la ciudad, Cáceres fue herido y se ocultó en el convento de San Pedro para poder recuperarse e irse a la sierra a continuar con la resistencia. Antonia Moreno decidió quedarse y soportar los abusos de las tropas, que buscaban incansablemente a su esposo.
Moreno se dio maña para poder conspirar y recolectar pistolas, bayonetas y balas. Supo evadir a los piquetes de soldados que se encontraban cada 2 cuadras y a los pelotones ubicados a la salida de la ciudad.
Gregoria Laynes su empleada, una mulata alta, se amarraba los fusiles al cuerpo y se ponía un chall para no ser descubierta. Además, en su canasta ocultaba balas que ponía debajo de las verduras y frutas. Muy tranquila pasaba delante de los soldados sin ser sorprendida.
Al salir del tercer nivel de la cripta, el guía del siglo XIX comentaba que el nombre de paseos de Noches de luna llena surgió debido a la travesura que cometieron José Carlos Mariátegui, Abraham Valdelomar y una bailarina rusa Norka Rüsca, quienes bailaron a la media noche, en el cementerio, la Danza Macabra. Fueron arrestados, pero después quedaron libres de todo cargo. Estos recorridos nocturnos -afirmó- también se realizan en Colombia y en La Recoleta de Argentina.
Ricardo Palma, El Bibliotecario Mendigo, fue el último de los invitados...Las aves negras abandonaron por unos minutos sus guaridas para evitar las luces de las antorchas y linternas. Palma escuchó, al ritmo de guitarra y cajón, la melodía de un vals criollo que con sus letras invitaba a la despedida.
El reloj marcaba las 23 horas, y el clérigo dejaba su lugar al joven historiador, era momento de que la máquina imaginaria del tiempo regresara al conmocionado siglo XXI.
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