Gibson es una mujer que siempre supo tomar por sí sola sus decisiones, incluso antes de nacer ya sabía lo que quería. Era, el 28 de abril de 1910, cuando Percy Gibson Moller y su esposa Mercedes Parra de Riego se encontraban embarcados en un buque alemán, que los trasportaría del Callao a Mollendo. De pronto la señora Mercedes tuvo los dolores de parto y fue trasladada en tranvía hasta la Plaza Dos de Mayo: La Doris (como la llaman en Yanahuara y distritos aledaños), quería conocer el mundo.
Algunos meses después, la familia no retrasó más el viaje y se trasladó a Arequipa. Los Gibson Parra vivieron en una casa grande de propiedad de los Moller y también en la quinta Romaña. Los domingos estaban dedicados a los abuelos paternos, Enrique W. Gibson y Doris Moller.
Doris Gibson, mezcla de raíces británicas y characatas, siempre estuvo rodeada de poetas y artistas que visitaban a su padre, el escritor bucólico Percy Gibson, fundador del grupo literario Aquellarre.
Desde muy niña aprendió a ser madre. Por ser la mayor de la prole, tuvo que cuidar a sus hermanos. En el libro Presencia de la mujer en el Periodismo Escrito (1821- 1960), afirmó que sus padres sólo tenían tiempo para amarse.
A los trece años se alejó de aquellos nevados, que fueron testigos de sus innumerables travesuras, y regresó a la capital junto a sus progenitores y sus siete hermanos.
Cuatro años después conoció a un apuesto joven diplomático de ojos azules, hijo del Cónsul General de Argentina en el Perú: Manlio Zileri Larco. Gibson recibía el amoroso nombre de Pichoncita en cada una de sus cartas.
El día de su boda, hasta los lentes fotográficos estuvieron de etiqueta. Su matrimonio sólo duró 7 años, pues debido a la enfermedad de su pequeño Enrique, viajó a Arequipa en busca de un clima favorable que lo librara del asma. Durante ese tiempo, como afirmó, en una entrevista a Caretas, cambió de opinión y decidió no seguir casada.
Después de viajar por Europa y diversas partes de Sudamérica, conoció, en Lima, el amor por el que luchó hasta que no pudo huir más de la factura del tiempo: el periodismo.
La Doris se vinculó a la revista Turismo y luego, a pesar de que en los años ’50, el campo de la política estaba reservado sólo para el sexo masculino, decidió pelear por un lugar para la mujer en terrenos que no fueran de belleza ni modas: junto a Francisco Igartua decidieron fundar Caretas.
Cuando apareció Caretas, los portales de la plaza San Martín, los cigarrillos y las tazas de café eran los primeros en conocer qué reportajes, textos, y entrevistas se realizarían. Luego la charla se trasladaba a una pequeña oficina de la calle Boza.
A pesar de su detención en 1952 y de la requisa de los ejemplares de Caretas, por pedir la derogatoria de la Ley de Seguridad Interior, Doris Gibson, con esa perseverancia arequipeña que la caracteriza, no se calló y siguió enfrentándose con todo aquel que estuviera en contra de los derechos que defendía.
Imagínese a una elegante, blanca y delgada mujer sobre un cajón, ofreciendo, a viva voz, en la plaza de Arequipa, los ejemplares de la revista Caretas: esa es la señora Doris Gibson.
Defensora, a capa y espada de la libertad de Prensa, no permitió que nadie la intimidara. En 1968, cuando el inspector Prado de la PIP entró violentamente en la redacción y a patadas abrió la puerta, con la consigna de clausurar la revista, Doris Gibson, que estaba dentro, le dijo, con furia characata: “¿No le da vergüenza, a su edad, dar puntapiés a la puerta?, hágame el favor de salir y tocar el timbre si quiere entrar”.
Gibson no aceptaba un no por respuesta. Es así que no dudó en presentarse, en el despacho del Gral EP Juan Velasco Alvarado, para exigirle que levantara la orden de captura en contra de su hijo Enrique. El Chino prometió hacerlo, pero ella amenazó con no irse hasta escucharlo por radio. Después de unos minutos, el comunicado era transmitido, mientras que ambos se tomaban una botella de licor.
Siempre se preocupó por lo que sucedía en su país. A Doris Gibson se le podía encontrar en la peña Pancho Fierro, debatiendo sobre la importancia de lo nacional, con Elvira Luza, las hermanas Alicia y Celia Bustamante, Julio Codesido, Camino Brent y Arguedas. En el octavo piso de Camaná, realizaba almuerzos donde asistían diversos personajes de la intelectualidad peruana.
Su belleza deslumbró a políticos, historiadores, poetas y hombres famosos. El reconocido pintor Sérvulo Gutiérrez la convirtió en la musa de sus óleos, captando en sus cuadros el detalle de sus largos dedos y la forma de colocar sus manos al conversar.
En 1952, fue condecorada con la Medalla Cívica de la Ciudad por el alcalde de Lima, Alfonso Barrantes Lingán. Ese mismo año, recibió la Orden del Sol en el Grado de Gran Oficial.
En 1966, el Consejo de Arequipa le entregó una medalla de oro en reconocimiento a su distinguida labor y amor por su ciudad adoptiva: sentimientos reflejados en el sinnúmero de artículos que Caretas le ha dedicado.
El cariño por las costumbres populares se reflejaba en cada una de sus acciones. En su casa antigua de Camaná, se podían encontrar los más variados retablos indigenistas y las más finas piezas de cerámica andina.
Durante años la acompañaron objetos virreinales como esculturas, columnas, ángeles, arcángeles, platería, baúles, muebles antiguos y sus clásicos peroles de cobre: tesoros que han sido entregados al Museo Riva Agüero.
Debido a su ilustre trayectoria periodística fue reconocida y condecorada, el 2 de octubre del 2002, por el presidente Alejandro Toledo Manrique.
Ella no pudo asistir a la ceremonia, por ello el Mandatario fue a buscarla a su domicilio. El Jefe de Estado y su personal de seguridad se quedaron atascados en el ascensor, al no hacer caso al aviso de cinco personas como máximo.
Sus 95 abriles no le han podido arrebatar el deseo de luchar. A veces olvida que ya no va a la revista hace varios años y exige, como si estuviera contra el tiempo, su ropa para salir firmar los cheques.
Los azules ojos de su esposo hasta hoy la acompañan reflejados en el color de algunas paredes. Ella y su hermana menor Rosario comparten sus años maduros.
La figura de Ninfa que robó más de una mirada y produjo un sinnúmero de poemas ahora sólo forma parte del recuerdo. Los años han invadido su rostro y cada uno de sus cabellos.
Doris Gibson sufre de los pulmones. Los inviernos son fatales para ella, pero luchadora como siempre no tiene miedo a robarle más años a la vida.